Un mediodía ardiente
como la caldera de un
gitano iluso,
la muerte entró al recién
inaugurado pueblo.
Llegó arrastrando una
pesada cadena,
vestida con una
harapienta túnica escarlata,
con mirada mordiente y
un hedor nauseabundo.
Al pasar por cada casa,
de pobres y de ricos,
de gobernados y gobernantes,
con sus largas y filosas
garras puso fechas en cada
frente y portal.
Abarcaban desde viejos
hasta no nacidos.
No consultó a nadie y
tampoco pidió permiso.
Los gatos, los perros,
los búhos, los zorrillos
y las serpientes se
espantaron al verla.
Y desde las praderas
cercanas y remotas
lobos aullaban bajo
el pálido amarillo
de la misteriosa luna.
Sobre una inmensa
poltrona ella se sentó
a la entrada
del cementerio.
Nunca se fue.
Permaneció eternamente
esperando día a día las
carrozas que llegaban
llenas de lamentos y
hermosamente
adornadas de flores.
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