Narcisos escarlata surgen en la punta del campo, rojos como la pasión, tejiendo un tapiz carmesí entre los campos de verde esplendor. Poco a poco, conquistan territorios donde otras flores solían danzar. Los narcisos, ahora soberanos, eclipsan la fragilidad de sus compañeras.
Los árboles languidecen, abrumados por el veneno que fluye en el aire, una consecuencia del apasionado resplandor de las flores que cambian de matiz.
Las rosas persisten, transformadas en algo nuevo, luchando por emerger en este duelo asimétrico con los narcisos. Aunque desafiantes, las rosas parecen pequeñas en comparación.
El enigma de la expansión de los narcisos persiste, pero se cuenta que la luna, fatigada de sembrar rosas para que fueran pisoteadas, halló en los narcisos una alternativa. Estas flores robustas, al contrario que las rosas, crecen sin demandar tanta atención ni delicadeza.
Para la luna, la era de las rosas llegó a su ocaso, cediendo terreno a los narcisos que florecen sin restricciones.
La exuberancia repentina de los narcisos inquietó a todos, provocando que la comunidad rechazara habitar en este nuevo paisaje. Aquella belleza que antaño personificaban los narcisos, ahora suscitaba temor, manteniendo a todos a distancia.
Se alejaron, pero mientras se distanciaban, más narcisos brotaban, dejando su huella en la tierra con un dominio enigmático y majestuoso.
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