Rasgué las cuerdas de mi cítara satírica
hasta que una cefalea irremediable se puso
a bailar al compás de un valsecito nefasto
sobre la tapa de mis sesos, dejándome
el cerebro hecho papilla como el de un
senador al que se le cae la cabeza
en su plato de espaguetis. Rasgué
rasgué esa cítara hasta que, pero juro
por mis días en el rastafarianismo
que esto no volverá a suceder.
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