Cuanto quisiera cantar una melodía,
Sentada sobre un lira silenciosa,
Sentir el rostro de Adán penetrarme simplemente con su mirada.
Tomar del cáliz de su mano,
Mil vasos de besos espumantes,
Dejar mis labios sedientos,
Asentado en su palpar.
Habían dos manzanas,
Una negra la otra tierna,
Una verde la otra roja,
Replegadas del misma tazón.
De ese frutal nació la pasión,
Ejerciendo dominio sobre la gravedad,
Dos andantes sin compás,
Caminando en la herradura hacia la periferia Celestial.
De pronto mi talón cedo,
Sentí el vacío de mi esencia,
Descepe los profundo deseos de mi existencia,
Hacia la infinita falda de esa montaña.
Sin pincel volé.
Descendiendo sobre ese abismo,
Un lienzo de silvestre color,
Enmarcada por los rayos del sol.
Soñaba de su bienestar,
De los campos de dulce madrigal,
Las rosas colgadas de un astil,
Dándome la bienvenida.
A ese tronco me agarre,
Remordida empiné,
A la franja de sus brazos,
Y a dios le exclamé?
Os me haz dejado,
En el vasto de la tenebrosidad,
Una astilla me haz mandando,
A remendar nuestra amistad.
A eso levante los párpados que cubren el marfil de mis ojos,
Zurciré nuestras mirada,
Y encontré la eternidad.
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