Cuando la aurora se acostó
en la oscura tarde de los peñascos,
un recóndito desaliento salió
del vientre de la sombra.
Un temblor de relámpagos
se orilló en los caminos.
Por entre las aguas errantes
y desbocadas,
cayeron astillas
de luces resplandecientes.
Dolió la imagen del valle:
árboles lánguidos y deshojados,
serpientes escurridizas,
neblinas espesas,
silencio, soledad,
vaho a misterio.
Mire a la diestra
y era lo mismo:
huesos secos y desarticulados.
En el polvo molido
retumbaban pasos
de guerreros cansados
y ensangrentados.
Pero moría el tiempo
y no sabía cómo
escapar al desaliento.
Me quedaba media vida
y aún seguía estancado
en el dolor
con sus agudas cicatrices.
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