A media mañana decidí ir a tu casa.
El cielo era nublado y el frío picante.
No había hojas en los árboles y la
nieve cubría el césped.
De rama en rama los cuervos
saltaban con un grito tan negro
como sus plumas.
Vi hojas antiguas ya podridas y
llenas de agua.
Un silbido siniestro sacaba el
viento a su paso.
Había muchas casas de blanco
pero todo era soledad.
Solo un enorme pino,
como un sobreviviente guerrero,
permanecía reverdecido e
incólume frente a un portón.
El frio estaba en mis huesos y no
sabía si seguir o regresar.
Mientras pensaba tropecé con
los ojos de un gato acurrucado
en la lustrosa escalera.
Y con andar cadencioso,
una chica atravesó la calle
ignorando las sombras.
Desde el norte remoto,
el sonido de un campanario
irrumpió el vacío.
Me dolían las manos,
me temblaban los pies y el
gélido me sacaba lágrimas,
pero sentí que debía seguir.
El corazón es terco.
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